Por Gil Castillo

Consultora Política, Expresidenta de ALaCop,

Ante un mundo extremo, las elecciones de octubre de 2022 en Brasil se ha convertido en un laboratorio que ha llamado la atención del mundo entero, que ha seguido con curiosidad y aprensión el día a día político del país. La democracia más grande de América Latina, con sus 156 millones de votantes, vivió su peor momento electoral desde el fin de la dictadura y las elecciones de 1989.

Si bien la polarización y los extremismos son un fenómeno mundial y no exclusivo de Brasil, aquí es donde adquirieron tonos especiales que, aunque parezcan una broma, pueden calificarse como “conservadurismo tropical”, “cristianismo armado”, “progresismo retrógrado” y tantos otros que confunden y empeoran el debate político.

Para comprender el porqué de esta dicotomía que se presenta en la actualidad, es necesario recordar algunos hechos de la historia reciente, que nos muestran con claridad que el concepto maniqueo adoptado por Lula y Bolsonaro durante las elecciones, se viene construyendo en los últimos años, con destaque para el año 2018, y que la búsqueda del “enemigo único” de lado a lado, para construir sus narrativas, ayudó a dividir y polarizar la sociedad brasileña.

Así, con la economía cada vez peor, el tema de la “corrupción” tan publicitado se convirtió en la mayor preocupación de los ciudadanos, ya que cada malversación de dinero representaba menos políticas públicas llegando a la población. Esa percepción se transformó en un sentimiento de rencor y ya en 2018, con Lula en prisión, ese sentimiento fue crucial para la elección de Bolsonaro.

En ese momento, teníamos al enviado de Lula, Fernando Haddad, como el del “salvador de los pobres” por un lado, y Jair Messias Bolsonaro que, como un “mesías” y “mártir”, desde que sufriera un atentado durante un acto electoral, se posicionó como el “salvador de la patria”. Así, las narrativas de las elecciones de 2018 se construyeron desde la celda de una prisión, con Lula nombrándose un “prisionero político” y desde la habitación de un hospital, con Bolsonaro como víctima casi mortal de un “ataque político”.

Agregue a este escenario una avalancha de noticias falsas y, en vísperas de la segunda vuelta de aquel año, tenemos el antagonismo, representado por el “miedo al otro” como protagonista de las elecciones que dieron la victoria a Bolsonaro. Según una encuesta realizada por el Instituto Travessia en aquel momento, el 36% de los votantes de Haddad (candidato de Lula) tenía como principal motivo evitar que Bolsonaro llegara al poder y, en cambio, el 38% de los votantes de Bolsonaro se abalanzó para impedir la victoria del Partido de los Trabajadores e indirectamente de Lula.

Bolsonaro salió victorioso y Brasil quedó fragmentado en tres frentes, incluyendo casi un tercio del electorado que no votó por ninguno de los dos, después de una campaña que no tuvo la capacidad de discutir proyectos de futuro, sino de contagiar el miedo al otro. Durante su mandato, los años siguientes vieron la intensificación de un discurso agresivo e ideológico por parte del gobierno, un ataque a las instituciones, especialmente a los demás poderes constituidos, Legislativo y Judicial, además de una posición negacionista durante la peor crisis de nuestro siglo: la pandemia del Covid-19, que dejó el triste legado de más de 700.000 muertos en el país.

Por otro lado, los fallos procesales en el juicio de Lula en la Operación “Lava Jato” anularon su condena y le permitió crear una narrativa de inocencia. Junto a esto, la memoria afectiva de la “Era Lula”, que vivió un momento de crecimiento de la economía y permitió una mayor distribución de la renta en Brasil, trajo más vivo que nunca, el discurso de “ellos” contra “nosotros”.

Según Anna Harendt, “cuando se ofende nuestro sentido de la justicia, reaccionamos con ira… pero el problema con la ira es que, si no se controla, tiende a desencadenar violencia”.

Tanto Lula como Bolsonaro potenciaron un discurso polarizado, destacando el sentimiento de injusticia para cada lado y, por consecuencia, el sentimiento de ira que se instaló en los discursos, en los grupos de whatsapp, en las discusiones familiares, en los titulares de los diarios y en el corazón de los brasileños.

A diferencia de 2018, vimos que Brasil ya no está dividido en tres frentes, sino más polarizado que nunca, con los resultados de la primera vuelta dando a Lula 48,4% y Bolsonaro 43,2% de los votos. La llamada “tercera vía” no supo crear, en 2022, una relación con los votantes moderados y el Centro simplemente se derritió durante la campaña, haciendo que sus votantes cedieran a la seducción del “voto útil”, impidiendo el nacimiento de un nuevo Liderazgo desde la precampaña. Así, Lula llegó a la segunda vuelta y a su tercer mandato, con una diferencia de apenas el 1,8% de los votos sobre Bolsonaro.

Es como si las elecciones hubieran abierto una Caja de Pandora de sentimientos reprimidos que sólo la pacificación del país, el discurso moderado y el sentido común podrán contener. Un caso para estudios más profundos de cómo la estimulación del miedo y la ira de los ciudadanos convierte a toda la sociedad en un ambiente inseguro para mantener la calidad democrática. Es, como dice Ezra Klein, en “¿Por qué estamos polarizados”, que, en estos contextos, “Somos una colección de partes funcionales cuyos esfuerzos se combinan en un todo disfuncional”?

Este “todo disfuncional” tuvo su momento de furor durante la invasión de las sedes de los Tres Poderes, en Brasilia, en 8 de enero de 2023, por manifestantes pro-Bolsonaro, en un gesto que nos hizo recordar la invasión del Capitolio, en 2022, por simpatizantes de Trump. Los vándalos, que actuaron con libertad y sin muchas amonestaciones en los primeros momentos, terminaron detenidos y procesados, iniciando otra crisis institucional en el país, sirviendo de combustible para nuevas narrativas polarizadas.

El tercer mandato de Lula hace aún más evidente esa radicalización: Si, por un lado, su victoria sirvió para reactivar programas sociales, como el “Bolsa Família”, por ejemplo, también sirvió para evidenciar una serie de acciones y polémicas que siguen manteniendo el clima de polarización, alineando el discurso hacia su base de votantes militantes. Además de varias controversias sobre la política interna y la economía, quizás el caso más emblemático para explicar el antagonismo y la ideologización del gobierno está en la política exterior.

El gobierno que mostró sensibilidad, posicionándose internacionalmente por la preservación de la Amazonía o actuando con fuerza en defensa de los Yanomami, es el mismo gobierno capaz de mostrarse insensible ante la invasión de Rusia a Ucrania, o inerte para criticar a los gobiernos autocráticos que están en nuestra región, como Venezuela y Nicaragua.

Las desastrosas declaraciones de Lula sobre la masacre que se viene produciendo en Ucrania, atribuyendo la culpa a la víctima, generaron duras críticas de la Unión Europea y Estados Unidos. Frente a ellos, en el mejor estilo de manejar la posverdad, cambió de discurso, como un niño que ha sufrido una reprimenda. Es por actitudes como esas que los primeros meses del gobierno de Lula todavía dejan mucho que desear.

Brasil es mucho más complejo, más rico y diverso que cualquiera de los dos proyectos distintos que, todavía aún siguen en pleno desarrollo. El presidente del Brasil tiene el gran deber de entender que hablar sólo con sus burbujas no es una opción. Si Lula realmente quiere limpiar su biografía, debe comprender que es urgente adoptar la grandeza de un estadista que une y pacífica a la nación. De lo contrario, viviremos en una “Tercera Vuelta”, con cada lado actuando en una eterna campaña electoral, sin crecimiento económico, social y moral.

 

* Secretaria General del CAMP es premiada por Alacop, EAPC, Napolitan Awards y el