Magazine CompoLider N15 CUMBRE OTAN MADRID: EXITO

Por Carmen Obregón

Analista política y económica.

Redactora de la sección de Macroeconomía, elEconomista.es

El resultado de las elecciones andaluzas es, con el triunfo abrumador del popular, Juan Manuel Moreno Bonilla, la constatación de que en España se ha iniciado un nuevo ciclo político, que arrancó en Madrid el 4 de mayo del pasado año, con la victoria de Isabel Díaz Ayuso, destronando entonces al PSOE a la tercera escalera del pódium, y dejando fuera de juego al populista Pablo Iglesias.

En el caso andaluz, la concurrencia de muchos factores, cada uno con su peso específico, ha provocado un cambio inimaginable en una región gobernada durante 37 años ininterrumpidos por el Partido Socialista. Es verdad que las encuestas hablaban del triunfo del candidato del Partido Popular, pero siempre con la ayuda de Vox, en un escenario único de pactos.

Los acontecimientos, sin embargo, no tuvieron lugar como rezaban la mayoría de los sondeos publicados.

Lo que no puedo prever la demoscopia, ya lo iba permeabilizando poco a poco la gestión del Gobierno de Moreno, con mejores datos de empleo, creación de autónomos, recuperación de inversores, de crecimiento económico por encima de la media nacional, crecimiento de la población o, de bajada de impuestos, una actuación fiscal que ha sido clave para todo tipo de votantes.

Salvo raras excepciones, como ese enfrentamiento de altura entre François Mitterrand y Jacques Chirac, en las presidenciales francesas de 1988, los manuales de campañas electorales coinciden en señalar que los 15 o 21 días previos a la cita con las urnas apenas tienen efecto en la papeleta que elige el votante. Y los debates televisivos, tampoco.

En cualquier caso, se habla de dos puntos arriba o abajo para cada uno de los candidatos. Y es que la fórmula del debate resulta encorsetada, poco fresca, y sobre todo cuando hay muchos participantes. El interés se pierde. El mensaje también. Tiempos muy medidos, mensajes muy ortopédicos, y un objetivo: jugar a no equivocarse y a pasar de perfil para no salir muy dañado por el adversario o adversarios políticos.

Cuestión distinta es cuando uno no tiene nada que perder, y cree que puede rascar polemizando un debate, en el que normalmente reinan las consignas, y los datos y el conocimiento de la situación o las proposiciones de medidas suelen brillar por su ausencia.

En las elecciones andaluzas, ocurrió algo distinto. Hasta la noche del primer debate, las cartas parecían estar repartidas. La duda, si acaso, era saber si Ciudadanos se quedaba dentro o fuera del parlamento andaluz.

El error de Olona

La irrupción televisiva de Macarena Olona, candidata de Vox –por cierto, con enorme expectación-, fue determinante para el triunfo incuestionable de Juanma Moreno. El presidente de la Junta apostó por la discreción y el presidencialismo, y por remarcar su imagen de hombre tranquilo, afable, que no ha soliviantado a los votantes socialistas, hasta el punto de sortear ese rebote que hace que, la mayoría de las veces, siempre se vote „en contra de‟.

Olona, por el contrario, escogió el camino de la agresividad teatralizada y sobreactuada, que tantos triunfos le ha dado en el Congreso de los Diputados. Sin embargo, aquí, en vivo y en directo, con el cronómetro en mano, con muchos actores y, con tantos temas tan específicos de Andalucía, su táctica de desgaste no dio rédito.

Más bien al contrario. El error de Olona fue afirmar que, sin sus votos, Moreno no sería nunca presidente de la Junta. Y si ella no era vicepresidenta, tampoco había nada que hacer para los populares. Y ese comentario, además, adornado de otro, en alusión al PP: “Ustedes son el felpudo del PSOE”.

Error. En política pocas veces sirve la chulería y menos las contradicciones en un debate. Es más, levanta rechazo y agrupa incluso a los contrarios. Equivocación fue también por parte de Macarena Olona mantener poco menos que Sevilla era la ciudad sin ley y daba miedo poner un pie en la calle. El patinazo fue de libro. Ofender a los andaluces metiéndose con Sevilla debió ser el principio del fin de las aspiraciones de Gobierno de Vox en Andalucía, y la veta de esperanza de que el PP pudiera ganar cómodamente, aunque se hubiera quedado a cinco escaños de la mayoría absoluta.

El lastre de Espadas

Juan Espadas también contribuyó a la victoria histórica del PP. Los socialistas eligieron a un mal candidato, con la rémora a cuestas de tener una esposa señalada por la justicia, por formar parte del selecto grupo de familiares y allegados, enchufados por el Ejecutivo socialista andaluz.

Y si la mochila de la señora era poco lastre, Espadas también tenía que aguantar el peso de los juicios de los ERE, con dos presidentes de la Junta en el banquillo. Colofón perverso para los intereses del PSOE en esta tierra, que remató Pedro Sánchez con su presencia en esta comunidad, restando escaños con su gestión en la pandemia y con las cesiones a sus socios.

El conjunto de tanta eventualidad ha llevado a este partido a obtener el peor resultado de la historia de la formación. Tanto que, el CIS cifra el descalabro en un 17% de tradicionales votantes del PSOE que optaron el 19-J por el Partido Popular.

De repente, el granero de votos de los socialistas se había desparramado por el suelo, con una lectura de enorme trascendencia, y es, ¿qué le puede pasar a partir de ahora al Partido Socialista cada vez que mida la intención de voto en las urnas?

Los pequeños

Los partidos pequeños también ayudaron a la victoria del PP. La división de la izquierda más radical y la incapacidad de llegar a tiempo, hasta para inscribirse con la suma de siglas, ha ahondado la caída en picado de Andalucía Adelante y Por Andalucía, quedando ambos como grupos residuales.

Ni siquiera la presencia de Yolanda Díaz en campaña surtió efecto. Casi el mismo que el relato de aquella famosa publicidad de una marca de aire acondicionado, donde el protagonista le explica a su psiquiatra, desde un diván, que parece que no existe, que no es nadie, que cuando va a una fiesta, parece como si no estuviera. En fin, el batacazo de estas dos formaciones ha sido épico.

El caso de Ciudadanos, por su parte, es la crónica de una muerte anunciada. Con la inestimable asistencia de Inés Arrimadas, en el abismo desde que empujaron las mociones de censura de Murcia, Juan Marín poco tenía que hacer en esta ecuación. A diferencia de la Comunidad de Madrid, donde la convivencia con los naranjas era insostenible para el equipo de Ayuso, en Andalucía, PP y Cs siempre han ido de la mano, sin broncas, sin estridencias, sin traiciones, normalizando una relación que ha acabado absorbiendo al partido que en su día fundó Albert Rivera. Y aquí la política puede que no haya sido justa, porque el candidato de Cs ha tenido un papel catalizador en el Gobierno de Bonilla, que de haber ido en coalición con el PP le habría permitido obtener una silla en San Telmo.

El efecto Feijóo

Las elecciones andaluzas han sido el primer termómetro del nuevo presidente y líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo. Quemada la etapa de desencuentros del PP andaluz con Pablo Casado, y con el aire a favor de los sondeos, el dirigente gallego se ha metido lo justo en la campaña, dejando hacer a Moreno, pero sin dejarlo solo. Desde el minuto cero, el efecto Feijóo se ha apreciado, entre otras razones, porque el discurso económico nacional del expresidente de la Xunta – reclamando a Sánchez bajada de impuestos ante la preocupante situación inflacionista- ha ido acompasado de las actuaciones fiscales del Gobierno andaluz.

Por último, la elección de dos pesos pesados del Ejecutivo de Moreno Bonilla (Elías Bendodo y Juan Bravo), para integrarlos en la dirección nacional del Partido Popular, amén de ser un reconocimiento a su gestión, ha significado un espaldarazo a ese hombre tranquilo. Un espaldarazo que, sin duda, es parte responsable del triunfo del Partido Popular en Andalucía

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