Magazine CompoLider N14 Guerra en Ucrania
Por Ricardo Palomo
Escribo estas líneas a 11 de marzo de 2022, cuando se cumplen, exactamente, 11 años del maremoto que provocó la crisis nuclear de la central de Fukushima. Un 11 de marzo coincidente, también, con el decimoctavo aniversario de los atentados de Madrid; y tras 15 días del inicio de los ataques rusos a Ucrania para su pretendida invasión.
¡Es la guerra, sin duda! Una guerra con una estética convencional que recuerda a las escenas de frío y nieve del llamado frente ruso en la Segunda Guerra Mundial y que tuvieron lugar en esas mismas tierras hace, ahora, 80 años. Es la primera Gran Guerra económica del S. XXI, prácticamente un siglo después de aquella primera gran guerra mundial y, por su crucial componente energético, se asimila a la grave crisis del petróleo de los años setenta (aquélla igualmente derivada de un conflicto bélico, el árabe-israelí).
Una guerra que difunde una verdadera catástrofe humanitaria y se hace eco del sufrimiento infligido a una población que vivía en paz y que temía, pero no podía/quería imaginar, el desenlace de las amenazas rusas. Una guerra con un inesperado impacto económico, principalmente por motivo de la dependencia energética y la consecuente elevación de los precios de toda actividad productiva.
Las consecuencias de aquel maremoto en Japón llevaron a muchos países a interrumpir o iniciar el desmantelamiento de las centrales nucleares debido a su potencial peligro y, a cambio, a buscar energías limpias para luchar contra el cambio climático. El resultado de aquel efecto mariposa al otro lado del mundo ha sido, años después, la falta del tiempo y la estrategia necesaria para cambiar el mix energético. La guerra ha irrumpido en mitad del sueño europeo de la respuesta contra el cambio climático. La aceleración de los programas de descarbonización y la lucha contra el calentamiento global han precipitado la dependencia del gas ruso en Alemania y en otros países de su entorno, introduciendo en el conflicto una compleja ecuación de canje, que implica un alza de precios del suministro energético que favorece al “enemigo” suministrador de tan valioso recurso. En España ya sabemos de esa dependencia del gas con el cierre de uno de los gasoductos que lo suministran desde Argelia, afortunadamente suplido por la importación de gas licuado.
Por ello, es una guerra con líneas rojas para Europa, pues, según Eurostat, la Unión Europea importa desde Rusia un 27% del petróleo y un 45% del gas natural que consume, lo que ha obligado a la Comisión Europea a adoptar medidas para intervenir su precio.
El alza de los precios de la energía ya se inició en otoño de 2021, unida a la tensión en las cadenas de aprovisionamiento por la aceleración de la demanda mundial postpandemia y por los cuellos de botella en sectores como los microchips y de bienes de equipo. Las energías limpias hidráulica, eólica, solar, biomasa y geotérmica, son inagotables, pero aún insuficientes y poco almacenables. Europa sigue abocada a una dependencia energética que impacta directamente en los costes de producción y que se traduce, de forma inmediata, en los precios, elevando la inflación hasta tasas no vistas desde antes de los acuerdos de Maastricht. En este momento, con una tasa recién publicada del 7,6%, se estima que podría alcanzar el doble dígito para los meses de abril-mayo si la guerra se prolonga e intensifica.
La inflación, ese “impuesto invisible” que encarece los productos y servicios y que nadie recauda, se combina con unos tipos de interés que ya se anunciaban al alza antes del conflicto y que, ahora, conforma el más indeseable de los posibles escenarios: el fantasma de la inflación sin crecimiento económico (estanflación); o bien, la hiperinflación. Los actuales tipos de interés reales negativos (tasa de inflación superior a los tipos de interés aplicados en las operaciones financieras) se traducirán en una elevación de los costes financieros que hará menos asequible el apalancamiento financiero que precisan las empresas y que va a reducir su margen de beneficio, ya muy afectado por los crecientes costes de producción.
Muchas actividades económicas deja económico de la pandemia se ha truncado por esta primera guerra local de efectos globales y por la delicada relación geoeconómica entre el enemigo invasor y los “aliados” de la Ucrania atacada, definidos como “hostiles” para Rusia. La ciudadanía de Europa está notando ya los efectos de la economía de guerra y de la necesidad de reducir su consumo energético, algo a lo que no estábamos nada acostumbrados. Por ejemplo, en España, las cadenas de alimentación Mercadona y Eroski han restringido la venta de aceite de girasol a un máximo de 5 litros por cliente, estimando sus reservas en este producto para un máximo de dos semanas.
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Ricardo Palomo
Decano y Catedrático de Finanzas de la Universidad CEU San Pablo