DAVID ÁLVARO-
El español es una de las lenguas más ricas del mundo. Un idioma compartido por más de 500 millones de personas alrededor del mundo y cuya profusión trasciende las barreras de lo geográfico, lo social y lo cultural.
De esta manera, encontramos palabras cuyo significado es lo suficientemente claro y definitorio como para que el conjunto de la sociedad se sienta cómoda con ellas. Sin embargo, cuando a algunas de estas palabras le añadimos un apellido es cuando empezamos a encontrar dificultades, discrepancias y disputas enconadas sobre la idoneidad de las mismas. Pensemos en términos como “libertad”, “justicia” o “igualdad”. Cuando dichos conceptos genéricos van acompañados de un segundo término las cosas se complican. “Libertad económica”, “justicia social” o “igualdad de género” son ideas más amplias que propician densos e intensos debates sobre los límites morales, políticos y sociales de la propia noción esencial.
Lo mismo sucede con el concepto de “identidad”. Cuando hablamos de identidad solemos referirnos a la propia identidad individual, tan interiorizada y personal que cada uno de nosotros portamos un documento o cédula de identidad que permite identificarnos ante las autoridades competentes y que nos diferencia del resto. El problema viene, como en los casos anteriores, cuando al concepto de “identidad” le añadimos el adjetivo “política”. Es aquí donde entramos en un terreno pantanoso que se mueve entre la dicotomía de lo sentimental y lo racional.
Desde los tiempos de los filósofos clásicos, en los que Aristóteles nos recordaba que el individuo se desarrolla en la comunidad o polis, muchos han sido los que han tratado de articular sentimientos identitarios en base a discursos políticos. Durante siglos, se ha intentado reconfigurar escenarios identitarios apoyándose en argumentos sentimentales que desbancaban cualquier aproximación racional, cerebral y argumental. Y de esta manera rehúyen lo que Aristóteles nos recordaba sobre la imposibilidad de disociar el pathos -nuestro lado emocional- del logos -nuestra esencia racional-“.
Precisamente Platón, considerado el padre de la filosofía occidental, mostró un empeño desmedido en concebir el lenguaje como una herramienta capaz de someter a la mente humana, un instrumento transformador del pensamiento colectivo que marca el futuro de las sociedades políticas. Para Platón, el lenguaje empleado constituye un eficaz método de dominación conductual y el idioma utilizado capacita al líder para conformar un constructo social capaz de cohesionar y unir diferentes grupos heterogéneos alrededor de una misma causa.
Uno de los ejemplos de mayor actualidad de este uso erróneo del tándem formado por el pathos y el logos, completados por el ethos y conformando así un triunvirato irrefutable en el plano retórico, es el caso de Cataluña o el País Vasco. Dos comunidades en las que, desde tiempos remotos, se ha tratado de construir una identidad política propia, de carácter nacionalista y, últimamente de vertiente populista, que coapta y se apropia del debate público.
Desde la segunda mitad del siglo XIX, Cataluña experimenta un viraje discursivo asentado en la idea de un materialismo y determinismo histórico antagónico a las sociedades abiertas capaz de articular una estrategia de ingeniería social que desemboca en concepciones binarias, dicotómicas y disyuntivas de la realidad política de la región. Las decisiones tomadas en los primeros Congresos Catalanistas o el Memorial de Agravios enviado al rey Alfonso XII son una clara muestra de este carácter identitario propio que se afana en mostrar un hecho diferencial con el resto de las regiones españolas.
Estos hechos coinciden en el tiempo con los postulados defendidos por el padre del nacionalismo vasco, Sabino Arana, quien estructuró una doctrina política propia en base a 4 aristas: Dios, lengua, raza e independencia. Para el fundador del PNV los españoles, a diferencia de los vascos, eran vagos, vasallos, afeminados, adúlteros e incivilizados.
En la actualidad, la disputa dicotómica entre constitucionalistas e independentistas se reduce al ejercicio de la simplificación identitaria desde perspectivas antagónicas. Mientras los constitucionalistas han centrado gran parte de su estrategia en el cumplimiento de la ley y la argumentación desde un ángulo racional, los independentistas han elaborado una estrategia de largo recorrido y gran impacto que potencie la emocionalidad como punto a explotar. Fundamentalmente el nacionalismo se ha apoyado en la idea de un etnicismo que, combinado sabiamente con postulados populistas, ha sido capaz de construir una serie de identidades en pugna.
Desde una óptica estrictamente objetiva, argumentar que la catalana o la vasca son una etnia propia es irreal, puesto que, al igual que por el resto de España, por Cataluña y, en menor medida, por el País Vasco han pasado fenicios, griegos, cartagineses, romanos, visigodos, árabes… pero algunos dirigentes políticos catalanes y vascos abrazaron lo que Anthony D. Smith definiría como teoría etnosimbolista. Una creencia asentada sobre la idea de que la etnia constituye parte esencial de la nación y que dichas agrupaciones establecen un principio de complementariedad y exclusión definido por un principio básico de nosotros/ellos. Tal y como defiende el propio Smith existe un tipo de nacionalismo étnico consciente de que sus interpretaciones históricas son falaces y que contienen un relato mitificado o inexacto pero que sirve de pegamento de sentimientos identitarios compartidos. Smith determinaba que este tipo de relatos marketinianos tienen como única finalidad justificar posiciones políticas concretas.
Conscientes de la importancia del vínculo solidario entre los miembros del nacionalismo catalán, el etnopopulismo independentista trató de crear un marco según el cual los catalanes era diferentes al resto de españoles, ergo debían separarse. Conviene recordar como en los primeros escritos del expresidente Jordi Pujol, publicados en 1976, se refería a los andaluces como “hombres que viven en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual”. Ya en 2004 afirmaba tener pavor a la ruptura de la pureza racial al afirmar que “hemos de vigilar el mestizaje, porque hay gente en Cataluña que lo quiere, y ello será el final de Cataluña“. Tras los años de hegemonía pujolista, entró en acción como actor secundario, pero de vital importancia el republicano Oriol Junqueras, quien, al poco tiempo de alzarse con el poder en ERC, afirmó que “Hay tres Estados ¡sólo tres!, donde ha sido imposible agrupar a toda la población en un único grupo genético. En Italia; en Alemania, siguiendo la vieja frontera lingüística entre el alemán marítimo y el continental; y en el Estado español, entre españoles y catalanes (…) En concreto, los catalanes tienen más proximidad genética con los franceses que con los españoles; más con los italianos que con los portugueses, y un poco con los suizos. Mientras que los españoles presentan más proximidad con los portugueses que con los catalanes y muy poca con los franceses. Curioso…”
Lo mismo sucede en el País Vasco donde desde los tiempos en los que Sabino Arana escribía que “nosotros, los vascos, evitemos el mortal contagio, mantengamos firme la fe de nuestros antepasados y la seria religiosidad que nos distingue, y purifiquemos nuestras costumbres, antes tan sanas y ejemplares, hoy tan infestadas y a punto de corromperse por la influencia de los venidos de fuera” hasta que recientemente el presidente del PNV, Andoni Ortuzar, afirmase que “no somos ni más ni menos que nadie, pero somos diferentes. Somos una nación. No somos una comunidad autónoma más. Euskadi es otra cosa” los planteamientos han cambiado poco. Quizá sí haya evolucionado la estrategia. De ahí que no deba extrañar ver a dirigentes nacionalistas vascos haciendo campaña electoral en Cataluña y viceversa.
El análisis moral y ético de estas estrategias divisorias de la sociedad podrán ser cuestionadas y enjuiciadas por cada lector, pero no cabe duda del éxito de la estrategia de largo recorrido impulsado por esa trinidad compuesta por el identitarismo político, el populismo y el nacionalismo. Los datos de apoyo social y electoral a estos planteamientos así lo avalan.
David Álvaro
Profesor, escritor y analista político
Licenciado en Ciencias Políticas, especialista en Administración Pública. MBA y Máster en Comunicación Política y Empresarial. Es profesor en diferentes universidades, autor de los libros “Em Método Podemos: marketing marxista para partidos no marxistas” y “Cataluña, la construcción de un relato”. Colabora en diferentes medios de comunicación y es director de prospectiva y comunicación en la consultora. Durante 12 años trabajó como asesor político y la administración pública en el ámbito local, autonómico y nacional.
*CompoLider no se hace responsable de las opiniones de los autores en los artículos
*Los artículos deberán ser originales y que no se hayan publicado antes en otro medio o formato.