MARTA GONZÁLEZ ISIDORO-

En los últimos años, la cuestión de la identidad y el nacionalismo ocupa un lugar destacado en la agenda política internacional a raíz de acontecimientos que han influido de manera significativa en los procesos geopolíticos, liderados por figuras que imprimen una pátina personal, como Donald Trump. Recep Tayyip Erdogan, Vladimir Putin o Xi Jinping, por poner los ejemplos más conocidos y carismáticos de personajes que han dejado su impronta en esta región recientemente. Tradicionalmente abordado por el ámbito académico, el discurso público del nacionalismo tiende a la confrontación y la polarización, en un momento en el que las conexiones entre la existencia de un pueblo y el ser de una nación tienen que hacer frente a los desafíos que plantea la globalización.

En una época de autoafirmación nacional, comunitaria, incluso regional, Oriente Medio no se explica sólo por su importancia geopolítica derivada de los hidrocarburos, o por los conflictos que la asolan, tanto internos como regionales, y bajo cuyas dinámicas subyace una raíz religiosa y cultural que hace inviables la mayoría de las naciones para ser sostenibles. Su complejidad radica, sobre todo, – como apuntaba Bernard Lewis (Las Identidades múltiples de Oriente Medio, Siglo Veintiuno Editores) –  en la capacidad de evolución que tiene la variedad de las múltiples identidades que se solapan, y que se basan en la ciudadanía, en la comunidad y en la etnia, y en las formas en que se perciben los pueblos que lo conforman.

En esta región heterogénea, multireligiosa, multilingüística y multiétnica, donde la mayoría de la población es musulmana y las minorías tienden a estar asimiladas o neutralizadas – salvo el caso de Israel -, la cuestión del estatus de la religión concierne a todos los niveles de la política, la sociedad y la economía local, al tiempo que sirve a los gobernantes como instrumento de legitimación y pegamento de la identidad nacional bajo un marco político artificial. Este asunto no es baladí, puesto que donde se percibe el islam como principal elemento de la identidad grupal, también se constituye como afirmación de lealtad. La clasificación de los pueblos en naciones y Estados como base de la identidad política institucional es una práctica occidental que no es aceptada del todo en Oriente Medio. Turquía, Israel e Irán son los únicos casos donde la conciencia común de pertenecer a una nación es más sólida y la lealtad política coincide con los límites del territorio. Pero la ausencia de un proyecto nacional colectivo sigue siendo uno de los principales lastres heredados de un diseño de la región que ignoró los modos de administración y de arbitraje de las poblaciones, y que optó por la construcción de Estados-nación según el pensamiento europeo.

Las tensiones entre el nacionalismo y el patriotismo cívico se reflejan también en las narrativas de una minoría secular que no termina de aceptar que las cuestiones de identidad étnica, religiosa y nacional, no sólo son esenciales para la mayoría de la población en Oriente Medio sino que, con toda probabilidad, se van a intensificar en el futuro. De hecho, las identidades tribales y sectarias se están agudizando como resultado de la agitación regional que en un futuro podría conducir a un cambio de las fronteras que fueron establecidas por las potencias occidentales tras la desintegración del Imperio Otomano a principios del siglo XX.

El caso de Libia, Siria, Yemen, Irak o Líbano son ejemplos de que la modificación de fronteras podría conducir a cambios geopolíticos de mayor alcance, alterando las alianzas regionales, los equilibrios de poder o el mercado energético mundial. Si bien no parece probable que la Comunidad Internacional reciba con satisfacción las propuestas de federalización, separación por acuerdo o autonomía que están sobre la mesa, y que buscan la conformación de un marco político más ajustado a unas identidades comunes que cruzan las fronteras establecidas por los Estados modernos, la amenaza del terrorismo o sus derivados, como la migración o el narcotráfico, está obligando a muchos gobiernos – Arabia Saudí, Emiratos, Omán, Argelia, Túnez, Turquía, Egipto e Israel – a reforzar la seguridad de sus fronteras, contribuyendo, de manera indirecta, a aglutinar la conciencia nacional y a consolidar la legitimidad histórica de los Estados en sus fronteras actuales.

Las revoluciones de 2011, mal llamada Primaveras Árabes, expusieron los fallos estructurales del modelo de Estado y las fracturas internas de unos regímenes sostenidos por el clientelismo y el nepotismo crónico. Además de los tres retos principales a los que se enfrentan hoy los países de Oriente Medio – creación de la nación, desarrollo económico y construcción de la autoridad –, la necesidad de encontrar una alternativa regional que supere los traumas de la injerencia de Occidente y aborde, desde la particularidad de su estructura social el desfase entre la identidad, la nación y el territorio – el Estado -, es vital. Aquí las definiciones nacionalistas y patrióticas no coinciden con lo que entendemos por esos términos en Occidente y son fuente constante de conflictos. Además, en el islam, la religión es el elemento determinante de la identidad, el que otorga la lealtad y la fuente de autoridad. Esto deberíamos tenerlo también en cuenta en Europa a la hora de establecer estrategias adecuadas para integrar con eficacia a unas minorías musulmanas que tienen una visión del mundo en abierta contradicción con el tradicional esquema de secularismo institucionalizado.

Actualmente, los dos modelos imperantes en la región para hacer frente al cuestionamiento por parte de identidades supranacionales – el islam político o el panarabismo – o identidades subnacionales – kurdos en Turquía o árabes-israelíes en Israel, por ejemplo – es el pluralista (modelo libanés) o del autoritarismo populista (el resto excepto Israel). El poder económico y político sigue descansando en el estamento militar, cuando no es desafiado por movimientos nacionalistas claramente fundamentalistas y subversivos – caso de la Hermandad Musulmana en Egipto –  que intentan aglutinar el descontento de una sociedad civil en transición aún entre el estado de súbdito a ciudadano, y que reclama, al margen de adscripción ideológica, la recuperación de la dignidad nacional, mayor participación y justicia social, en una nueva categoría que algunos analistas llaman ya de nacionalismo democrático.    

Reconocimiento, comprensión y empatía no parece que sean calificativos que define una zona del mundo en donde advertimos que los Estados se desintegran con mucha facilidad o que tienen problemas en sus estructuras internas para lidiar con los desafíos que le impone la modernidad. Quizá sea el momento de ser pragmáticos y reconocer que no es suficiente pensar en términos de democracia tal y como la concebimos en Europa, y que es más ajustado pensar si el Estado funciona o no, si es gobernable o no y el grado de competencia de la élite. De lo contrario, la mirada hacia Oriente Medio seguirá estando distorsionada.

Marta González Isidoro

Analista en Geopolítica y Geoestrategia Internacional. Licenciada en Periodismo y en Ciencias Políticas y Sociología, con estudios de doctorado y un Máster en Prevención y Gestión de Conflictos Internacionales y otro en  Inteligencia Económica y Relaciones Internacionales, en especial de Oriente Medio. Docente, conferenciante y colaboradora en diferentes medios de comunicación. Ha dirigido el Área de Israel y Oriente Medio en el Instituto de Seguridad Global (ISG).

 

*CompoLider no se hace responsable de las opiniones  de los autores en los artículos.

*Los artículos deberán ser originales  y que no se hayan publicado antes en otro medio o formato.