MARCELO LOPEZ-

De pronto, lo primero que perdimos fueron los sonidos. Vivíamos en piloto automático y la realidad nos paró en seco. Eso generó una primera épica, la del silencio.

Cuando el confinamiento te obligó a encerrarte donde siempre quisiste estar, tu casa, dejaste de quererlo. Eso generó una segunda épica, la del claustro.

Repentinamente, necesitamos lo que antes no necesitábamos. Y arrasamos con todo el papel higiénico del mundo, como si el covid fuera una pandemia de diarrea. Eso generó una tercera épica, la de la carencia.

Al cerrar los comercios, cerraron los paisajes que decían dónde estábamos antes y ya no. Así apareció una nueva, inmerecida fatalidad, a la que le pusimos nombre apenas la vimos a la cara: dinero. Eso generó una cuarta épica, la de caer en la miseria. O volver a ella.

Desde los hospitales, seres sin rostro pero con ojeras se convirtieron en santos súbitos. Y salimos a los balcones para honrar en grupo una raza que no queremos conocer personalmente. Eso generó una quinta épica, la de la primera línea.

En la televisión, las vedettes son epidemiólogas. Los cómicos, cirujanos. Los cantantes, académicos. Eso generó una sexta épica, la del farándulavirus.

La muerte amaneció en las calles, pero no la vimos hasta que vimos un muerto familiar, una pérdida próxima, para entender la finitud y su monumentalidad irreversible. Eso generó una séptima épica, la de la muerte en vivo.

La pandemia nos impuso la noción zombi de contaminación asociada al pecado, a la pobreza, al extranjero, al externo. Eso generó una octava épica, la de la otra edad como amenaza.

Con estas resignificaciones de la vida cotidiana, descubrimos que todos quienes hoy poblamos este mundo, no habíamos sufrido una crisis pandémica, nunca. Y estamos improvisando. Al parecer, lo único que sí creemos saber es que la peste detona cambios diametrales, incluso irreversibles, y cada uno con su épica asociada.

Antes de la plaga, Lipovetsky nos había advertido sobre el nacimiento de “un hombre individual, despojado de tradiciones y de posteridad, engendrado en una sociedad narcisista y permisiva, que le ha permitido ser más rico, pero igualmente infeliz”. Es el hombre propio de la cultura líquida posmoderna, una cultura de banalización e inmediatismo, donde lo mayoritario se asume como verdad y el sentir desplaza al pensar. Una cultura emoji. Primitiva. Somera. Pero que hoy, con el demonio en las calles, es el madero del náufrago en mitad de la tormenta.

Las sociedades se licúan cuando se pulveriza el sentido común, cuando las cosas pierden los significados honrados por mayorías juiciosas, ávidas de identidad, hambrientas de contención. Y ahora, en medio del desasosiego posmoderno, llega la peste. La peste, resignificándolo todo, en una semiosis súbita y diametral que devasta cada uno de nuestros primeros íntimos. En este momento crítico, la crisis sanitaria puede travestirse en crisis social, ésta en crisis de sentido, ésta en crisis de comunicación, y ésta en crisis de interpretación. Está ocurriendo.

En semejante estado de perplejidad, fragilizamos nuestro lenguaje común y nos convertimos en autistas sociales, al interior de una situación extraordinaria donde un líder debiera inferir que justo cuando más lo están viendo y más necesitan de él, no puede hacer y decir lo mismo de siempre, simplemente porque en estos días nada es lo de siempre. Hoy el líder se refuncionaliza en torno a domesticar al demonio de la amenaza, una bestia peor que la certidumbre, porque no deja de susurrarte al oído su ultimátum: nunca sabes cuándo será tu turno. Y es la hora de temer.

El temor es el miedo a lo que está por llegar pero aun no llega, y por eso mantiene a la persona en vilo, en desamparo. Aquí, ahora, es el demonio entre nosotros.

Entonces, ¿qué necesitará esa persona despoblada para sobrevivir a esta situación extraordinaria? Cinco certezas: Certeza de lo que está ocurriendo, Certeza de lo que podría ocurrir después, Certeza de que la autoridad sabe, Certeza de que se está haciendo lo que se debe hacer, y Certeza de quién está al mando. ¿Y quién debe entregar esas certezas? Tú, campeón, tú, que gobiernas.

Con esas evidencias, la persona puede someterse voluntariamente al Estado de derecho. Pero por el contrario, si percibe que las instituciones no la contienen y protegen, si sospecha que nadie le da las evidencias que necesita desesperadamente, si imagina que no lo quieren o no les importa, sacará de sus andrajos morales un último recurso: actuar “en defensa propia”.

Al conjeturar que no tiene más opciones, se aferra a su propia subjetividad (lo que intuye, lo que quiere creer, no importa que sea cierto o no) y se conduce en consecuencia, sin reproche moral alguno. El proceso es así: una situación extraordinaria produce incertidumbre. La incertidumbre genera angustia. La angustia, temor. El temor, subjetividad. La subjetividad, rencor. Y el rencor, ira.

Para que esto se produzca basta con que la crisis sanitaria devenga en crisis social. En esa circunstancia, si el líder no ha tenido suficiente presencia, tendrá que explicarle al individuo por qué no estuvo a su lado cuando el otro lo necesitaba desesperadamente. Será tarde y el individuo se habrá dejado arrastrar por la pulsión anómica, ese actuar amoral en desafío de los protocolos sociales, donde prevalece un individuo apenas amparado en sus propias emociones, convencido desde el prejuicio y alimentado por el rencor que le provoca haber quedado a la deriva y por fuera de la protección de un Estado, al que ahora, en vez de respetar, odia.

La gente hoy exige aptitudes morales, más propios de la Persona que del Personaje. Así, la continua desazón de los ciudadanos frente a promesas de felicidad eterna que los políticos utilizan en campaña, pero no tienen la posibilidad de cumplir, genera lo que llamamos desimplicación cívica. Por eso, abrazar a la gente ya no es sólo un evento físico. De hecho, un líder que merezca llamarse así, debe ser percibido como una buena persona que tiene una buena Causa para gestionar bien.

A estos liderazgos no los vemos hasta que aparecen. No aparecen hasta que se necesitan. Y no se necesitan mientras sigamos guarecidos en la tibieza de la mediocridad. Pero a veces, muy de tanto en tanto, están entre nosotros.

El gran líder aparece en los momentos agrios, en los momentos feroces. En los momentos donde nadie sabe a qué atenerse, cuando desaparecen los pusilánimes, los timoratos, los especuladores.

El gran líder aparece cuando a sus compatriotas sólo les queda la necesidad para seguir adelante, y él es el único capaz de transformar esa necesidad en voluntad para lograrlo.

El demonio lo sabe. Habla con él.

 

Marcelo López

Semiótico. Asesor de Estrategia y Comunicación en procesos políticos y electorales. Ha creado y desarrollado una metodología de indagación social y análisis estratégico denominada Exploración Sociosemiótica de Cultura Política y Electoral, participando en más de 350 procesos internacionales. Su especialidad es el análisis de los fenómenos de la relación Marca Pública-Ciudadano en el espacio sociopolítico. En los últimos cuatro años ha realizado exploraciones y asesorías en ocho campañas presidenciales, y decenas de procesos electorales de gobernadores, legisladores y alcaldes en en América, Europa y África.

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