MARTA GONZÁLEZ-
Hace décadas que venimos escuchando que el mundo en el que vivimos es inestable y, por tanto, impredecible. Es un sentimiento propio de cada generación creer que el futuro – su futuro – es incierto. Pero no es nuevo. A lo largo de la Historia, las sociedades han experimentado cambios políticos, económicos, sociales y demográficos al calor de las revoluciones tecnológicas que, con implicaciones globales, han permitido el avance y el progreso, a costa, muchas veces, de otros actores que han perecido en el camino por falta de adaptación. Que la política se explica a partir de los mapas, es una obviedad para los que nos dedicamos a las Relaciones Internacionales y a la geopolítica. Ningún conflicto ni ninguna decisión internacional se explica si no se tiene en cuenta ese background intangible del que ya hablaba Tim Marshall (Prisioneros de la geografía, Península, 2017) que son los temores, los prejuicios, los anhelos o los mitos, es decir, las percepciones que definen a los individuos que viven en un determinado espacio geográfico y la concepción que otros – o el resto – tienen de ellos. Y la política, como la economía, son los dos ejes sobre los que se establecen las relaciones de poder y la competencia entre actores que determinan el equilibrio/desequilibrio de la historia mundial.
Aunque las pandemias nos han acompañado a lo largo de la historia y las condiciones higiénicas, a pesar de los avances en materia sanitaria, siguen siendo muy deficientes en muchas partes del planeta, las revoluciones demográficas, científico-tecnológica y la globalización han cambiado la naturaleza de los riesgos y las vulnerabilidades en el aspecto estrictamente de la Seguridad. Es por eso que, en un mundo hiperconectado, donde lo que ocurre en un continente tiene impacto en otro, esta pandemia global, conocida como covid-19, que nos ha cogido de imprevisto, debe ser entendida también, no sólo en su vertiente sanitaria, sino en los términos de oportunidad geoestratégica que se perfilan a corto, medio y largo plazo y en el desplazamiento del centro de gravedad del poder de Europa Occidental y Estados Unidos a la zona de Eurasia, esa que conecta Europa con el Océano Pacífico.
El lugar al que deberíamos estar mirando con profunda atención – y preocupación –, aparte del Pacífico, es el Mediterráneo en su conjunto, por la cantidad de conexiones que están surgiendo ante nuestros ojos y la competencia de potencias no tradicionales con un poder de liderazgo en auge – China, Turquía y Rusia, pero también Irán e India – con un intento claro de reevaluar y reexaminar la Historia y los contrapesos hasta ahora admitidos. Esta región – Eurasia y Mediterráneo Oriental -, hoy asociada con regímenes inestables, violentos y poco o nada respetuosos con los derechos humanos, son las tierras que recorren la Ruta de la Seda, y donde hoy se libra una de las principales batallas por el control de los recursos naturales (acuíferos, bancos de pesca, grano, cítricos, tulipanes, opio), petrolíferos (gas natural, gas licuado, petróleo crudo), y minerales (oro, coltán, hierro, plutonio, uranio o tierras raras, estas últimas, como el berilio, indispensables para la fabricación de teléfonos móviles, ordenadores portátiles, baterías recargables y otros componentes tecnológicos imprescindibles en nuestro día a día). Una región que hace siglos dominaba el paisaje intelectual, cultural y económico y que hoy, en transición y con conatos de conflicto relacionados con la identidad y el nacionalismo, experimenta un resurgimiento a partir de la importancia política, económica y estratégica de la extensa red de oleoductos y gaseoductos que satisfacen las necesidades de Europa, Turquía, Rusia y China.
Aunque la nueva reordenación geopolítica se vislumbra pero aún no ha comenzado, los polos de poder son cada vez más difusos y dispersos. Occidente está en una encrucijada, y el cambio de poder a Oriente dependerá de la forma en la que sea capaz de percibir las bonanzas de un multilateralismo cooperativo y una respuesta global ante los desafíos futuros frente a la competición y el retraimiento ante ideologías y propuestas nacionales más agresivas y con un liderazgo más marcado.
Estados Unidos sigue siendo la potencia dominante, si bien su credibilidad como potencia disuasoria ha mermado; China, que lleva décadas construyendo redes por todo el mundo para conectar los minerales, las fuentes de energía y los accesos a las ciudades, los puertos y los océanos, recorta distancias; Rusia, que demuestra que tiene gran capacidad de resiliencia, aplica una política proactiva propia de una potencia regional con aspiraciones a hegemonizar un espacio que va desde Moscú a Europa Oriental y el Cáucaso (que lo considera su extranjero próximo) y más allá de los Urales, mirando hacia Asia Central en competencia con China; y Turquía, embarcada en una deriva nacional-islamista con objeto de recuperar el esplendor del califato, aparece cada vez más como un adversario de la Unión Europea y la Alianza Atlántica en el Mediterráneo, Oriente Próximo y Oriente Medio. Por su parte, hace tiempo que Europa renunció a ser un referente moral y un actor geoestratégico independiente y global. Muchos creemos que para la Unión Europea, que afronta desde hace tiempo una crisis profunda de desafección y legitimidad, esta ocasión se presenta como la última oportunidad para avanzar hacia la autonomía estratégica y consolidar un proyecto de integración supraestatal, novedoso en el escenario internacional y muy necesario desde el punto de vista político y de identidad europea, y no sólo económico. De lo contrario, la creciente polarización de sus sociedades, que perciben que las élites no aportan soluciones globales a problemas globales, y la falta de un liderazgo fuerte, podría hacer naufragar una Organización que funciona, en la práctica, como un simple facilitador de consensos.
No nos olvidamos de América Latina. En una región atomizada y debilitada – política y económicamente -, el impacto de las sucesivas crisis que se vienen produciendo de forma simultánea y las narrativas antioccidentales facilitan la convergencia estratégica entre China, Rusia e Irán, al tiempo que compiten entre ellas. Las ventajas competitivas y las características similares que comparte el continente con los países que integran la Unión Económica Euroasiática – Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán y Rusia – podría ser una ventana de oportunidad aun no explorada para unos actores que hasta ahora se caracterizan por una interdependencia asimétrica y liderazgos estatales débiles y en permanente tensión.
El miedo aísla y separa, y el covid19 ha puesto de relieve, no sólo la ausencia de un liderazgo internacional para aglutinar respuestas coordinadas y solidarias, sino también la debilidad de los gobiernos e instituciones para reaccionar ante los efectos de la profunda deslocalización de la actividad industrial. La ruptura tecnológica ha alterado el panorama social a escala global, y este virus, para el que todavía no hay tratamiento, está cristalizando tendencias que ya se venían produciendo desde hace tiempo, con proteccionismos selectivos y un regreso a las posiciones más estatalistas y nacionalistas. La globalización ha quedado expuesta, pero también nos da la oportunidad de reconducir la tendencia, que es imparable, hacia una globalización más solidaria, con mecanismos de control eficaces que nos permitan afrontar la próxima crisis sanitaria. La cuestión es si seremos capaces de aprender de los errores cometidos, dado que los conflictos sociales y el bajo crecimiento económico van a ser la tónica generalizada durante la próxima década.
Marta González
Analista en Geopolítica y Geoestrategia Internacional. Licenciada en Periodismo y en Ciencias Políticas y Sociología, con estudios de doctorado y un Máster en Prevención y Gestión de Conflictos Internacionales y otro en Inteligencia Económica y Relaciones Internacionales, en especial de Oriente Medio. Docente, conferenciante y colaboradora en diferentes medios de comunicación. Ha dirigido el Área de Israel y Oriente Medio en el Instituto de Seguridad Global (ISG).
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