Si algo ha sabido demostrar en todo este tiempo el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, es que el título de su libro Manual de resistencia le va como anillo al dedo. Sánchez es un superviviente, un político capaz de adaptarse a las circunstancias y cambiar de piel como si fuera un camaleón. Aunque para ello tenga que traicionarse a sí mismo. Esa es, probablemente, su mayor cualidad: una capacidad sorprendente para relativizarlo todo. Absolutamente todo. Las hemerotecas son casi crueles con Pedro Sánchez, porque ha sido capaz de decir una cosa y hacer justo la contraria sin despeinarse.
En la política es bastante habitual que un dirigente se desdiga, se corrija a sí mismo, diga hoy una cosa y mañana otra distinta… pero en el caso de Pedro Sánchez eso se ha llevado a límites que hasta ahora no habían sido explorados, pero nada de eso a él parece importarle o afectarle. Todo sea por el fin último, que no es otro que la ansiada Presidencia del Gobierno. Porque esa ha sido, sin lugar a dudas, su gran obsesión desde hace tiempo. Lo consiguió con la moción de censura, cierto, pero no era lo mismo porque le faltaba la legitimidad de una victoria electoral. Lo consiguió en las elecciones de abril, y sin embargo la investidura se le escapó de las manos porque la intención de Sánchez era gobernar en solitario con apoyos de terceros, y se encontró con dos obstáculos difíciles de salvar: por un lado la negativa rotunda de Albert Rivera a apoyarle y, por otro, la necesidad de Unidas Podemos de llegar a un acuerdo de coalición que les permitiera entrar en el Gobierno.
Entonces Sánchez armó un relato en el que Podemos era nada menos que el culpable de todos los males del país –llegó a decir aquello de que no dormiría tranquilo con un ministro de Podemos en el Gobierno- y que por eso no tenía más remedio que adelantar las elecciones. La estrategia de Sánchez pasaba por convencer al electorado de que eran los demás, y no él, los responsables de llevar a los electores nuevamente a las urnas, pero uno de los fallos de esa estrategia estaba precisamente en creer que los ciudadanos son tontos. Y no lo son. Al final, la gente es capaz de delimitar las responsabilidades y fue lo que ocurrió. Añadan a eso las imágenes de violencia en Cataluña, y lo sorprendente es que el resultado del PSOE el 10 de noviembre no fuera aún más bajo.
Con ese escenario, las urnas de noviembre volvieron a poner las cosas más o menos donde estaban, o peor, porque a Sánchez le quedaban pocas alternativas para sacar adelante su investidura: o un pacto con las fuerzas de la moción de censura, lo cual incluía a los independentistas, o un pacto con la derecha. Lo segundo –la Gran Coalición, el pacto de los 221 que ofreció Arrimadas, o el pacto con Ciudadanos y la abstención del PP- era lo que hubiésemos querido muchos de los que nos consideramos parte de la España moderada. Pero no era lo que quería Sánchez que desde el minuto uno exploró la otra alternativa.
¿Qué era más difícil, poner de acuerdo a PP y Ciudadanos para permitirle gobernar o poner de acuerdo a la izquierda y el independentismo? Seguramente lo segundo para cualquier otro dirigente político que se llamara García Page, o Fernández Vara. Pero para Pedro Sánchez lo más difícil era pactar con la derecha por una simple cuestión: no podía manejarla y, más bien al contrario, se iba a sentir manejado por Casado y Arrimadas. Era más fácil lograr un acuerdo en la misma línea de la moción de censura: todos contra la derecha. Ya se había explotado esa vía antes –el Pacto del Tinell- y acabo con un tripartito en Cataluña. Se trataba de reeditar esa experiencia, de ahí que la negociación en la sombra con ERC tuviera un componente de intercambio de cromos: apoyar al PSOE en Madrid para que el PSC le de a ERC el Gobierno de la Generalitat. Lo demás era vestir el santo: ERC necesita justificar el acuerdo y la manera de hacerlo fue pactando una mesa de diálogo y la bilateralidad. Ya se encargaría después Pedro Sánchez de enfriar las expectativas, como así ha sido.
No era una investidura fácil. De hecho, era una investidura casi imposible, y sin embargo Sánchez logró sacarla adelante incluso contra las decisiones de la Justicia y contra las enormes reticencias que todo esto generaba dentro de su partido. Pero, si todo sale como él tiene previsto, y no es descartable en absoluto que sea así, con 120 escaños y un Gobierno imposible Pedro Sánchez puede ser capaz de agotar la legislatura. Y eso se lo puede poner en bandeja Quim Torra convocando unas elecciones que den como consecuencia un tripartito –ERC-PSC-Comunes- que enfríe el ímpetu independentista mientras en Madrid se abre una negociación sobre como encajar en la Constitución las aspiraciones soberanistas. Pero eso será motivo de otra reflexión.
Federico Quevedo
Periodista y analista político
Director del programa, El Balance de Capital Radio
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