Por Jacobo Morillo
Analista en Geopolítica
El mundo se prepara el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca. La victoria del líder republicano alberga diversas aristas, pero especialmente pone el foco en la dirección que tomará el orden mundial con su llegada. El mandatario aspira a cambiar diametralmente el enfoque exterior de Estados Unidos, algo que sin duda repercutirá en la línea de flotación geopolítica del planeta.
Trump se centra en China, a la que constata como la verdadera rival de la potencia norteamericana, razón por la cual sus políticas económicas se centrarán en minimizar el crecimiento y expansión económico del gigante asiático en todas las latitudes del globo. No obstante, ambos países han vertebrado una interdependencia económica a una escala difícilmente reversible. Una realidad que imposibilita cualquier desacoplamiento radical o definitivo, a pesar de que Trump quiera implantar aranceles que yugulen las importaciones desde China y fomenten el mercado interno estadounidense.
Una de las partidas geoeconómicas será el dólar. La divisa estadounidense es la moneda matriz de la arquitectura financiera global y el resorte de las transacciones internacionales. En los últimos años Rusia y China han tomado medidas para revertir este pilar de la hegemonía norteamericana pero su impacto aún es limitado. Por ahora el cambio de divisas se ha potenciado más en acuerdos bilaterales entre naciones, como es el caso de Pekín y Moscú, que por organismos trasnacionales que hayan implantado una alternativa en su sistema. A corto y medio plazo la divisa estadounidense seguirá rigiendo el organigrama monetario internacional, pero la reducción de su peso es un escenario probable ante el ocaso de Estados Unidos como única potencia global y la diversidad de alternativas que proporcionan los avances tecnológicos en esta esfera.
La cuestión tecnológica es otra clave que determina la carrera por la hegemonía. Detrás de esta dimensión, están los intereses por determinados recursos naturales necesarios para su elaboración. El acceso a minerales como tierras raras, litio, silicio, cobalto o níquel, entre otros, es imperativo para el desarrollo de la base tecnológica del futuro, en cuyo abastecimiento también se definirá otra partida paralela entre las potencias que quieran alcanzar autonomía estratégica en la máxima medida posible.
El tablero geopolítico también se definirá por la red de alianzas. El binomio sino-ruso que se ha consolidado, especialmente durante la última década, es la gran amenaza de Estados Unidos y la sociedad matriz capaz de incidir en las dinámicas instauradas desde Occidente. La sinergia de estrategias entre Moscú y Pekín ha servido para minimizar las deficiencias estructurales de cada una y multiplicar la solidez de sus respectivas proyecciones, coordinadas en diversos escenarios para asegurar sus áreas de influencia y posicionarse en espacios de interés. La consistencia de este binomio aspira a ser la fuerza motriz y una alternativa de referencia ante el desgaste progresivo de Occidente. Los BRICS son el cuerpo institucional que puede dar prolongación a tal idea; la reciente inclusión de otras naciones potentes en sus marcos regionales, como Irán, Egipto, Etiopía o EAU, da muestras de su afluencia.
En este contexto, el Sur Global es un concepto ha ganado resonancia a medida que se amplificaba el desgaste del sistema vigente, ya que engloba aquellas naciones en desarrollo – principalmente del hemisferio sur – disgustadas, que anhelan un cambio que les tenga en valor. Sin embargo, la idea carece del cuerpo institucional que le dé peso geopolítico real.
Los BRICS comparten las bases por el cambio con el Sur Global, un argumento que le puede llevar a absorber su idea y su potencial proyección geopolítica, a tenor del abanico de países descontentos con la coyuntura actual que poseen gran masa demográfica, mercado de presente y futuro, y un alineamiento estratégico que cambie la definitivamente la órbita del sistema.
Donald Trump no sólo va a presionar a China. El presidente saliente exigirá a los aliados tradicionales de Estados Unidos que se decanten por su planteamiento, desde el cual Washington aspira a postergar su preponderancia global. La cuestión estriba en que el poder se disgrega y los actores regionales están expandiendo su red de socios sin cerrarse en sus alianzas clásicas. En otro estrato, la descentralización de las industrias, el reordenamiento de las cadenas de valor y la dispersión de los nodos económicos siguen las mismas dinámicas. Todo ello síntomas de la transición del orden mundial hacia la multipolaridad.
El poder se está dispersando de tal forma que las potencias hegemónicas sostendrán su posición, pero dentro de una arquitectura internacional en la que las segundas espadas del tablero, las potencias regionales, muestran notable versatilidad en su política exterior, amén de un orden exento de bloques fijos. De ahí que países tradicionales de Washington como Arabia Saudí hayan entablado vínculos comerciales con rivales de Estados Unidos – cartera de cliente de China, control de la producción de petróleo con Rusia a través de la OPEP+, o asistente a la reunión de los BRICS –, sin que ello le haya acarreado un castigo desde la Casa Blanca. No obstante, esta es la línea diplomática que Donald Trump ha publicitado que espera erradicar de sus aliados.
Las guerras en Ucrania y Oriente Medio muestran un orden en decadencia que se transforma desde sus dinámicas económicas y geopolíticas. Las sociedades que se forman no entienden de alianzas por bloques permanentes, sino que se justifican desde argumentos geoeconómicos y la destreza diplomática que les posiciona como actores necesarios. Un gran valor en el orbe internacional que naciones como Turquía, India, Brasil, Sudáfrica, Indonesia o Arabia Saudí han sabido facturar.
Estados Unidos tiene las piezas asentadas en el tablero desde hace tres cuartos de siglo, posee la divisa más preponderante, una ubicación privilegiada en el mapa y diversidad de recursos que le conceden determinada autonomía estratégica a una escala sinigual. Sin embargo, China crece a otro ritmo, sin crisis internas y con un líder asentado con un proyecto que hoy el mundo ve tentador. Además, el centro de gravedad económico del mundo se encuentra en el eje Asia-Pacífico, la zona natural de China a pesar de la red económica-financiera, militar y comercial hilvanada por Estados Unidos.

Geopolítica mundial
El retorno de Donald Trump resalta la crisis de liderazgo con el mismo eco que la crisis del sistema (occidental). Sus políticas agitarán la comunidad internacional y supondrá un cambio de enfoque sobre los enclaves aún en erupción, cuyo aislacionismo acentuará la decadencia y reputación como socio de EE. UU. Sin embargo, el perfil disruptivo y contradictorio de Donald Trump puede ser la cara de la decadencia que arme los argumentos para reformular el futuro.
La Unión Europea se enfrentará a la tesitura de tomar decesiones sobre su proyección; Trump le otorgará pocas oportunidades mejores con qué justificar replantear la cosmovisión europea desde sus entrañas; desde materia de defensa e industria armamentística, hasta en inversión tecnológica y en infraestructura de energías renovables. Todo ello exigirá en paralelo una inversión en cultura de defensa dentro de las sociedades, imperativo para que la evolución sociopolítica se traduzca en conciencia geopolítica propia.
El orden internacional al que transitamos no entiende de fuerzas hegemónicas autosuficientes. No hay bloques definidos, hay sociedades. La globalización ha entrado en una fase que rebosa no sólo naciones, también compañías privadas y grupos capaces de demostrar las vulnerabilidades de potencias de cualquier calibre, con la perenne amenaza de poner en jaque la estabilidad global.
El Gobierno de Trump estará compuesto por una docena de multimillonarios, una pista del perfil del Ejecutivo. La idea de tratar al país como una multinacional es cortoplacista y corre el riesgo de infravalorar otros puntos cardinales del tablero. Por eso, Trump puede ser el punto de no retorno hacia una multipolaridad compartida con China y Rusia.
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