Por Javier Ortega
Economista y auditor financiero
Con motivo de la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, y como consecuencia de la política exterior y de defensa que parece querer reorientar, se ha planteado el debate en el seno de la Unión Europea acerca del incremento necesario del gasto en defensa que, hasta ahora, venía asumiendo Estados Unidos. El debate está servido, y la pregunta, más que si resulta necesario, podría ser ¿es una buena idea? Como dirían los gallegos, depende.
En las últimas décadas hemos asistido a una evolución tecnológica en el desarrollo de los conflictos armados hacia formas más sofisticadas basadas en el uso de armas teledirigidas como drones, misiles a distancia, escudos y cúpulas de hierro… que dejan en un segundo plano la intervención humana y el choque armado bajo un enfoque más tradicional. Incluso el concepto de “guerra relámpago” basada en el uso de tanques de manera masiva empieza a parecer parcialmente superado. La guerra de Ucrania ha demostrado tener una dimensión tecnológica que ha permitido, por ejemplo, que la contraofensiva ucraniana en territorio ruso pudiera aproximarse hasta Moscú mediante el empleo de drones.
Esta nueva situación obliga, también, a replantearse la manera en la que nos defendemos y si el sentido de la inversión en Defensa tiene que ir enfocado a nuevas estrategias y políticas. En este sentido, la Unión Europea, y especialmente España, han demostrado una carencia en el desarrollo tecnológico industrial frente a Estados Unidos y, en los últimos años, China. Ante este panorama, ¿puede representar el incremento en defensa una oportunidad para el desarrollo tecnológico de la Unión Europea, no solo en el ámbito militar sino también en el ámbito civil? Claramente, la respuesta es que sí.
Históricamente, numerosas innovaciones desarrolladas en el ámbito militar han acabado formando parte de la industria civil, o formando parte de aplicaciones que han tenido un claro impacto social favorable. Ejemplos de ello son los satélites artificiales, el horno microondas, los radares, el GPS, Internet, los drones, el velcro u otros tantos inventos más. Por lo tanto, puede que nos encontremos ante una oportunidad histórica para, haciendo un desarrollo militar tecnológicamente inteligente, le pongamos el “made in Europe” a muchos nuevos avances de alta tecnología.
Tradicionalmente, la industria militar europea ha estado en manos públicas, especialmente en sectores como los satélites y la aviación (véase el caso de Airbus). Además, su impacto social en Europa ha sido mucho más limitado que al otro lado del Atlántico. Sin embargo, esta situación se encuentra en plena transición y este nuevo contexto global podría acelerar este cambio. Por ejemplo, a pesar de las creencias, más del 60% de la producción de la industria de defensa española va dedicada a la exportación, y tan solo un porcentaje inferior al 20% forma parte de la adquisición habitual del Ministerio de Defensa.
Además, la transformación industrial militar hacia sectores más tecnológicos, digitales e inteligentes deberían llevar también a un mayor protagonismo del sector privado, y a un destino final también principalmente marcado por el ámbito civil y privado.
El gran desafío europeo se centra en cómo conectar la vertiente defensiva con el desarrollo tecnológico. Un buen ejemplo debería recaer en la ciberseguridad. Tradicionalmente, este sector ha estado copado, dentro del sector servicios, por las grandes consultoras y “outsourcers” de servicios profesionales, que han venido prestando sus funciones, principalmente, a grandes corporaciones, pero también a Administraciones Públicas. En este sentido, ahora surge una gran oportunidad para que parte de este incremento del gasto en material defensivo vaya enfocado a la mejora y protección de nuestros datos digitales, mediante la colaboración público-privada.
Otro ejemplo, debe ser todo lo desarrollado con la industria aeroespacial. Hace años que entró en funcionamiento el sistema Galileo de posicionamiento por satélites, que opera en sustitución del GPS en gran cantidad de terminales. Sin embargo, sigue siendo un gran desconocido. Este sistema de posicionamiento es cuatro veces más preciso que el GPS, es íntegramente de producción y propiedad europea (se ha financiado y desarrollado entre la Unión Europea y la Agencia Espacial Europea (ESA) y es explotado por la Agencia de la Unión Europea para el Programa Espacio (EUSPA)) y dota de plena autonomía defensiva a la Unión ante posibles apagones o manipulaciones por parte del exterior.
Un tercer ejemplo a tener en cuenta, es la profundización en materia energética, ligando la sostenibilidad, interconexión y autosuficiencia europea con el ámbito de la Defensa. Este campo presenta aristas muy interesantes.
La Unión Europea carece, por ahora, de una red interconectada realmente entre países. Así, mientras los estados del sur de Europa nos erigimos como auténticas fuentes de energía renovable solar y, en menor medida, eólica, en el norte del continente el potencial hidráulico y de la eólica marina podría permitir y reforzar el suministro europeo a través de una red mallada que garantice el suministro. Además, no será posible prescindir de fuentes no renovables como el gas ruso en el mix de generación mientras, desde instancias superiores a los estados nacionales, no se apueste por una innovación competitiva en fuentes de energía que complementen el mix energético en periodos de poco sol o viento.
Esto, también es defensa europea, y sólo puede venir de un ente supranacional como es la Unión. ¿Acaso no sería interesante realizar un fuerte impulso en campos como los combustibles sintéticos neutros en carbono o en el campo de algo tan incipiente como el hidrógeno? Esta innovación, aparte de concedernos la autonomía energética de la que, hoy carecemos; no va a venir de otros puntos del Planeta poco interesados en ello como Rusia, China o Estados Unidos, que poseen combustibles fósiles suficientes para las próximas décadas.
Esta necesidad europea, de la que he señalado tres interesantes ámbitos de actuación, pero de la que hay más, no puede desarrollarse sin una estrategia común que persiga un “leit motiv” que bien puede ser la Defensa común, entendida en un sentido amplio que supere lo estrictamente militar.
También es cierto que esta estrategia común debería ir acompañada de una cesión a instancias europeas de la política de Defensa y militar, tal y como sucede en ámbitos como en materia aduanera. Esta situación podría generar suspicacias entre muchos países y sectores nacionales, pero es una batalla política que podría merecer la pena librar.

Drones sobrevolando
La Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD) de la Unión Europea es una parte integral de lo que se denomina PESC, la Política Exterior y de Seguridad Común. Esta Política está amparada en el Tratado de Lisboa (instrumento que hace las veces de “Constitución” a escala de la Unión), en vigor desde 2009 y que no ha experimentado avances sustanciales desde ese ejercicio. A pesar de ello, desde 2016 ha tenido tímidos avances a través de lo que se ha denominado Estrategia Global. Ésta determina cinco prioridades para la política exterior de la Unión: la seguridad de la Unión; la resiliencia estatal y social de los vecinos orientales y meridionales de la Unión; la concepción de un enfoque integrado en relación con los conflictos; órdenes regionales de cooperación; y una gobernanza mundial para el siglo XXI. Sin embargo, como puede comprobarse, todavía queda mucho por hacer.
Como conclusión, el debate a nivel europeo de nuestro gasto en Defensa no debería centrarse en cuánto gastar o qué porcentaje del PIB se debe alcanzar, sino en: qué estrategia debemos seguir, cómo debemos evolucionar, en qué ámbitos debemos profundizar y trabajar y qué futuro imaginamos para la sociedad occidental europea tal y como la conocemos. Este es un debate que, desde luego, no nos podemos perder.
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