Por Orlando Goncalves

El reciente atentando contra el senador Miguel Uribe Turbay, ha tenido la atención mediática no solo en Colombia, sino en buena parte del mundo. Sin embargo, lamentablemente ese atentado que tiene al senador en una lucha desesperada por la vida es apenas la punta del iceberg de la violencia política de un país que parece que no logra cerrar heridas y menos aún superar la violencia.

En lo que va del año 2025, Colombia ha registrado 57 víctimas en 43 hechos de violencia político-electoral, incluyendo 14 atentados y 4 asesinatos de líderes políticos, según el más reciente informe de la Fundación Paz y Reconciliación (Pares).

A esto se suman 34 líderes asesinados y 20 atentados adicionales contra figuras políticas, sociales y comunales, de acuerdo con la Misión de Observación Electoral (MOE). En total, más de 50 atentados y 128 acciones violentas han sacudido el panorama político nacional, reavivando los fantasmas de un pasado que Colombia no ha logrado dejar atrás.

La violencia política en Colombia no es un fenómeno reciente. Sus raíces se hunden en las guerras civiles del siglo XIX, alimentadas por la polarización entre liberales y conservadores. Sin embargo, fue el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 el que desató el periodo conocido como “La Violencia”, una década de enfrentamientos partidistas que dejó más de 200.000 muertos.

Violencia política Colombia

Este conflicto no solo fracturó al país, sino que sembró las bases para el surgimiento de grupos guerrilleros como las FARC y el ELN, que vieron en la exclusión política y la desigualdad social un caldo de cultivo para la lucha armada. A lo largo del siglo XX, la violencia se transformó, pero nunca desapareció: pasó de ser partidista a insurgente, luego paramilitar, y más tarde, criminal.

La violencia política en Colombia ha sido históricamente multicausal. Entre los factores más persistentes se encuentran:

  • La desigualdad estructural y la exclusión social, que han marginado a vastos sectores de la población por décadas, y que, al día de hoy, lamentablemente, aún persiste.
  • La debilidad del Estado, especialmente en regiones rurales donde la presencia institucional es mínima o inexistente, lo cual en la segunda década del XXI, en el siglo de la revolución digital y tecnológica, es literalmente una aberración inexplicable.
  • El narcotráfico y las economías ilegales, que financian actores armados y distorsionan la política local pues, por un lado, ante la ausencia del Estado, y por otra la pobreza y la miseria en la que está sumida la población de esos recónditos lugares, sumado a las riquezas minerales y naturales de esas zonas, son el caldo de cultivo perfecto para el desarrollo de actividades y economías ilegales.

No menos importantes ha sido la estigmatización ideológica, que convierte la diferencia política en enemistad personal. Desde las épocas en que liberales y conservadores se mataban a machetazos desde principios del siglo pasado, hay heridas abiertas y aun sangrantes que no se han podido sanar, y la afrenta ideológica aún está presente.

Estas causas no solo persisten en 2025, sino que se han agravado en algunos territorios, donde la ausencia del Estado ha sido reemplazada por el control de grupos armados que imponen su ley y su narrativa.

Ahora, si bien el Acuerdo de Paz, fue el mejor acuerdo posible dada las circunstancias y el momento histórico, representó una esperanza, pero penosamente incompleta.

La firma del Acuerdo de Paz en 2016 entre el gobierno colombiano y las FARC representó un hito histórico. Por primera vez en más de medio siglo, se abría la posibilidad de una política sin fusiles. Durante los primeros años, los indicadores de violencia política disminuyeron, y miles de excombatientes iniciaron procesos de reincorporación a la vida civil.

Sin embargo, la implementación del acuerdo fue desigual. Durante el gobierno de Iván Duque (2018–2022), múltiples informes señalaron un estancamiento en puntos clave como la reforma rural, las garantías de seguridad y la participación política de los excombatientes. La falta de voluntad política, sumada a la persistencia de actores armados y la expansión del narcotráfico, minó la confianza en el proceso.

El resultado fue un resurgimiento de la violencia: líderes sociales asesinados, excombatientes perseguidos y territorios nuevamente disputados por grupos ilegales. La Paz, lejos de consolidarse, se volvió frágil.

Como si lo anterior fuera poco, pues ahora tenemos las narrativas violentas, las cuales han sido el combustible de la polarización.

Es uno de los fenómenos más preocupantes en la Colombia actual las narrativas políticas violentas, estigmatizantes e hiperpolarizantes. El discurso público se ha radicalizado, alimentado por redes sociales, medios de comunicación y líderes políticos que apelan al miedo, la desinformación y la deslegitimación del adversario.

Esta retórica no solo erosiona la confianza en las instituciones, sino que legitima la violencia como herramienta de competencia política. Cuando un líder es señalado como “enemigo de la patria” o “cómplice del terrorismo”, se abre la puerta a que actores armados o individuos radicalizados actúen en consecuencia.

Por otra parte, la ausencia del Estado es un vacío que se llena con pólvora, pues en muchas regiones del país, el Estado sigue siendo una promesa incumplida. La falta de inversión en salud, educación, infraestructura y justicia ha dejado a millones de colombianos a merced de actores armados que ofrecen “orden” a cambio de obediencia.

Esta ausencia institucional no solo perpetúa la pobreza y la exclusión, sino que convierte a la política en un juego de alto riesgo. Quienes se atreven a liderar procesos sociales o postularse a cargos públicos en estas zonas, lo hacen bajo amenaza constante.

¿Y ahora qué?

Colombia enfrenta un momento decisivo. La violencia política no es un accidente, sino el síntoma de un sistema que no ha resuelto sus contradicciones históricas. Para romper este ciclo, se requieren varias acciones concretas y urgentes. Algunas de ellas podrían ser:

  • Cumplir integralmente el Acuerdo de Paz, incluyendo la reforma rural y las garantías de seguridad.
  • Fortalecer la presencia del Estado en los territorios, no solo con fuerza pública, sino con servicios y oportunidades para todos.
  • Desescalar el lenguaje político, promoviendo una cultura democrática basada en el respeto y la deliberación.
  • Proteger a quienes ejercen liderazgo político y social, garantizando su vida y su derecho a participar.

La democracia no se defiende solo con votos, sino también con palabras que construyen, no que destruyen. En un país donde las ideas han costado vidas, hacer política sin miedo es un acto revolucionario y el de mayor de valentía.

 

Orlando Goncalves

* Orlando Goncalves, reconocido y referente estratega y consultor político. Con más de 34 años de experiencia en Campañas Electorales, Marketing de Gobierno  y Gestión de Crisis. Ha desarrollado más de 300 proyectos y campañas en 13 países, conferencista internacional y autor del libro ” Ganar, Gobernar y Comunicar

 

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