Por Alberto Sotillos 

Sociólogo y experto en comunicación

Con el cambio en la forma de hacer política, ha cambiado la extensión y consecuencias de las crisis. Lo que tiempo atrás podía suponer la dimisión y la salida de la actividad política y pública, ahora ha quedado, en cierta forma, en entredicho, pues la ausencia de dimisión ha pasado a ser aceptada como una nueva normalidad.

Era difícil imaginar que ese “Manual de Resistencia”, que pretendía representar la fortaleza política ante las presiones, acabara siendo una guía práctica sobre cómo perpetuarse en el poder a pesar de cualquier información, tragedia, imputación o acusación posible.

La gestión de crisis, por tanto, ya no debe buscar la absolución del político, puesto que incluso siendo culpable puede mantener intactas sus funciones y esperar que la siguiente crisis ajena borre sus problemas, sino que debería -como siempre ha sido al final- una oportunidad para lo intangible, para lo que ya nadie espera de la política.

La catástrofe de la DANA en Valencia expresa bien esta nueva situación, al combinar la realidad de una crisis que afecta directamente a la ciudadanía y tocar en cierta forma a varias administraciones y partidos políticos.

Uno podría pensar que ante una situación como la vivida en Valencia la política reaccionaría con más compromiso y sentido de la responsabilidad que con el resto de la crisis que suponen al fin y al cabo la pelea diaria y polarizada entre partidos políticos. No es una moción de censura, no es una acusación de pactos “contra natura”, ni la actuación de un juez por sospechas de corrupción, era la naturaleza arrasando la vida de cientos de miles de españoles.

No fue así. En la mayor tragedia natural se sumó la peor tragedia política, gestada durante años de ausencia de responsabilidad e impunidad ante la falta de desgaste, ya sea por falta de alternativa, o por la protección que el sistema otorga a nuestros representantes.

Tal crisis, de semejante magnitud, conlleva numerosas gestiones. La parte política, la parte organizativa, la parte institucional y, entre otras, la parte comunicativa. La DANA generó un pleno de desastres en todas y cada una de dichas patas. Llevará tiempo analizar cada una de ellas y otras directamente tendrán incluso consecuencias penales, pero de la gestión de la crisis de comunicación compete a espacios como este, esta revista, para detallar lo que se hizo y lo que se hizo rematadamente mal.

Informar y estar informado. Lo segundo bastaría con parecerlo. Ni Mazón en una rocambolesca comida con más versiones que “Let it be” ni Ribera en su despacho en París parecieron estar conectados con lo que sucedía. Al menos no para los ciudadanos que confiaban en que los primeros en saber lo que iba a ocurrir eran los que debían avisar.

 No se hizo bien la gestión, y se comunicó peor. Dejando a un lado el problema de comunicación oficial e institucional (enviar un SMS de alerta a tiempo), el destrozo provocado por el fango arrasó con la coordinación entre administraciones y los políticos prefirieron buscar culpables a ejercer liderazgos.

 En un momento de crisis, a nadie le interesa la letra pequeña. Cuando algo terrible ocurre resulta obvio que es porque la gestión se ha visto sobrepasada. Nadie con el agua al cuello quiere saber quién tenía que avisar, porque enterrado en fango no se distingue el color ni el rango de un político.

El miedo a las consecuencias políticas por la DANA negó la posibilidad de comunicar tras el desastre y centró la comunicación tanto en el Gobierno de la Comunidad Valenciana como en el de la Nación en la culpa ajena. Comunicación de pasado cuando las crisis exigen comunicación a futuro.

 Comunicar lo que vas a hacer, lo que se ha hecho, lo que se puede hacer, lo que has mandado hacer, lo que seguirás haciendo y durante cuánto tiempo. Esa es una comunicación de crisis.

 Pero Mazón utilizaba sus apariciones para justificar lo que había hecho. El Gobierno de España utilizaba sus apariciones para señalar lo que no se había hecho. Convirtieron una crisis tan grande como ha sucedido en Valencia en una normalidad política, en un enfrentamiento más. Llevaron la crisis al lugar al desde el que están acostumbrados a comunicar.

 Eso sirve en el día a día, pero no con poblaciones enteras arrasadas. La desconexión entre representados y representantes pasó a ser absoluta al estar comunicando en canales diametralmente opuestos. Nada de lo que la ciudadanía quería escuchar salía de la boca de los políticos porque estaban centrados en responder a otros políticos y no a los vecinos.

 En comunicación de crisis es absolutamente esencial determinar bien tanto el mensaje como a quién va dirigido. En Valencia los políticos diseñaron un mensaje para su adversario, no para el ciudadano.

gente mpiando las  calles de Paiporta

Gente impiando las calles de Paiporta 

 Prueba de ello -porque lo general siempre tiene una representación en el detalle- es la falta de empatía. Si un político sabe qué mensaje debe dar porque tiene claro a quién le debe llegar, no falta empatía.

 En cambio hemos visto a consejeras tener que disculparse (y posteriormente perder el cargo) por la falta de tacto a la hora de comunicar a los familiares de los fallecidos cómo debían actuar, hemos visto a Pedro Sánchez incapaz de gestionar bien una declaración oficial hasta el punto de que una frase más o menos cierta (en su literalidad) como fue aquella “si necesitan ayuda que la pidan” quede grabada en su historial político o a Margarita Robles con mal tono explicando a unos vecinos con sus garajes inundados que no pensaban vaciarlos porque los alcaldes lo estaban coordinando de otra forma.

 La empatía es la guía de la comunicación de crisis. Tiene tanto peso como la información. Robles podría haber asumido la crítica y responder que entendían el enfado y que trasladarían la urgencia y la necesidad que le estaban haciendo llegar. Bastaba con eso.

 Los políticos no han dejado de hablarse a ellos mismos y cuando los españoles les han llamado, comunicaban. La línea estaba nuevamente ocupada por el ruido de siempre.

 Hasta un mes después, la gestión de la DANA ni siquiera llegó al Congreso y no para hablar de soluciones, sino para exigirse una a otros las responsabilidades que ninguno asume.

 Normalmente esta desafección pasa más desapercibida, aunque eso supone que poco a poco se va dejando más espacio a la antipolítica, pero ante una crisis de una magnitud tal como la vivida en Valencia, demasiada gente se ha dado cuenta de golpe que la brecha entre los políticos y el ciudadano es peligrosamente ancha porque ni gritando, les han escuchado.

Peligroso, porque en esa oscuridad, no suelen crecer más que monstruos.

 

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